Sam me trajo un bourbon
con hielo, como a mi me gusta, con tres cubitos. Le pregunté por
Herni, y me dijo que esta noche libraba.
Hoy el Café Society está
más concurrido que de costumbre, y eso que he llegado pronto. Veo a
Barney, el dueño, muy activo: va de aquí para allá sin descanso.
En su ajetreo se detiene un instante en mi mesa par saludarme y
decirme que esta noche “estará con nosotros Lena Horne”. Lena
es una mujer por la que yo siento especial aprecio, quizá
porque ella y Billie se entienden bien. Quiero decir que el éxito,
el fracaso o la desgracia no empañan su relación de afecto. Me
pregunté si eso tendría algo que ver con el color de su piel y la
segregación racial.
No se, pero ese
comportamiento humano, de unión en la felicidad y la tristeza, me
hizo pensar en una conversación que tuve, de eso hace ya bastante
tiempo, con el doctor Wikilson, que tenía, o quizá tenga aún, su
consulta en el upper east side. Wikilson decía que entre las
mujeres rubias y las morenas había una gran diferencia. Aseguraba
que los cabellos rubios y morenos “son los dos polos opuestos del
comportamiento humano”.
Wil era un tipo raro.
Tenía un criterio extraño acerca de las mujeres. Sin embargo vivía
de ellas. Entiendanme, no es que ofreciera sus favores sexuales a
cambio de dinero a las mujeres neoyorquina de la alta aristocracia
despechadas por sus maridos dedicados a los negocios. No. Wil no
tenía cualidades para ello, ni mucho menos pretensiones. El doctor
cobraba por hacer de confidente en unos casos y solucionar, en otros,
el inconveniente que para algunas de estas señoras de la alta
sociedad suponía quedarse embarazada de algún amante. Lo que
solía ocurrir en horario de oficinas, es decir mientas el marido se
encontraba seguramente dictando alguna larga y complicada carta a su
secretaria. De esto vivía Wil, ginecólogo extravagante y algo loco,
pienso.
Para el doctor las rubias
eran el arquetipo de la feminidad, de la ternura, en el sentido de
ñoñería, y la pasividad. En cambio las morenas eran todo lo
contrario, representaban todas y cada una de las cualidades que se le
atribuyen al hombre: virilidad, fuerza, valor, franqueza y acción.
Creía incluso que las mujeres que se teñían el pelo de rubio
terminaban imitando al color y se convertían en seres inservibles:
frágiles muñecas que necesitan de todo (cariño, dinero...) y que
eran incapaces de valerse por si mismas. Así pues su conclusión era
que si el pelo moreno se imponía -de moda decía él- en el mundo,
esa sería “la mayor y más importante revolución social jamás
habida”.
Tiempo después otro
doctor, de nombre Skreta, opinaba de igual manera que Wilkinson.
Tales ideas, o despropósitos -mucho más extendidas de lo que
pensaba- habían sido merecedoras de formar parte de una novela, o
quizá estudio, escrita por un tal Milan Kundera. El doctor Skreta
también era ginecólogo y pasaba consulta en un viejo y decrépito
balneario invadido por mujeres en busca de aliviar no tanto sus
dolencias como su mortal aburrimiento y apetencia insatisfecha.
Pensar es todo esto
terminó por aburrirme a mi también. Acabé el güisqui y le hice
una señal a Sam para que me sirviera otro. Mientras esperaba me puse
a pensar en Vlady, la rubia escultural de mirada abrasadora a la que
estoy esperando. Nos hemos ido a la cama varias veces y, francamente,
no coincido ni con Wil ni con ese otro doctor del balneario. Los
ginecólogos son como los ascensoristas, interesados en la
conversación, pero ajenos a la gesticulación de las parejas a las
que sube y baja
Por fin llega Sam con mi
bourbon; en el escenario Lerna interpreta StormyWeather,
y por la puerta aparece Vlady. La noche será larga.
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