martes, 3 de abril de 2012

Astoria


Anoche no aparecí por al Café Society. Estuve en el Waldorf-Astoria donde había quedado con Natalie. Hacía mucho tiempo que no entraba en este hotel. Sigue tan lujoso o más. Pensarán que soy un engreído, pero les aseguro que no. No puedo decir que este hotel sea mi lugar de peregrinaje, pero sí les aseguro que he pisado sus alfombras en más de una y de dos ocasiones. No olviden que soy escritor y cuando tenemos algún pequeño existo (siempre muy pequeño), los que nos leen, gente pudiente por lo general, suele invitarnos a estos lugares para vernos la jeta y que le firmemos el libro: “Para la Sra. George Washington Cavanaugh con sublime afecto y rendida consideración de John Nitram Ranet. Y lo mismo o parecido para su amiga lady Peel.

Hace un par de años, en el 45. No recuerdo el mes, y no creo que eso sea importante, me invitaron a un acontecimiento en este hotel. Robert, mi compañero de instituto, y ahora metido en negocios cinematográficos, fue el que me mando por correo una invitación, con una nota manuscrita en la que me recordaba (porque me conocía) que debía presentarme elegantemente vestido. Así lo hice, y es que ese día daba comienzo el rodaje de una película en la que trabajaba Ginger Rogers, Rosemary DeCamp, Lana Turner y Phyllis Thaxter. Cuatro mujeres bellísimas. De los interpretes masculinos, sinceramente, ni me molesté en saber quienes eran. Hablaban de un tal Walter Pidgeon - al que no tenía el gusto-, como galán.

Les diré que si pudiera haber escogido entre alguna de esas cuatro mujeres, sin duda esa sería Phyllis Thaxter: la joven celosa a punto de casarse en el film. La razón es que su belleza es natural y nada sofisticada ni artificial. Tiene el mismo aspecto que cualquiera de las cientos de mujeres con las que diariamente nos cruzamos o podemos encontrar en la parada del ómnibus o en el Subway.

En aquel momento la película no tenía título o si no era así, allí nadie dijo nada. Le pregunte a Robert y como respuesta se encogió de hombros. Ya no volví a preguntar. Tiempo después supe que le había puesto de título Week-End at the Waldorf. Como ven un nombre bastante original.

La gala fue magnífica. La verdad es que guardo un buen recuerdo de ese día. Los camareros impecablemente vestidos -como siempre- iban entre la selecta concurrencia ofreciendo champagne. Yo, la verdad es que no estaba habituado a tomar aquellas mariconadas. Así que cogí del brazo a uno de los camareros que andaban por allí y le dije que me trajera un boubon doble con tres cubitos de hielo, y que no me movería de donde estaba hasta que no llegara con el güisqui. El tipo debió ver la desesperación pintada en mi cara porque sin decir una palabra se dirigió presuroso al office y al momento salio con una bandeja en la que traía el jodido bourbon con hielo. El servicio en este hotel es francamente bueno.

Natalie llegó puntual; venía preciosa. La sencillez de esta mujer en el vestir y en todo lo demás es lo que cautiva a cualquier sujeto ordinario, farandulero y bebedor como yo, aunque todas esas cualidades las comparto con la de ser bastante educado y honrado con las mujeres.

Nos sentamos a cenar y como la noche sería larga y habría tiempo de hablar de todo, le conté, ya que me había venido a la memoria, la vez que fui invitado a este hotel para asistir a la presentación del rodaje de la película Week-End at the Waldorf. La risa de Natalie era igual que comerse una milhoja: dulce y blanca. Cómo me gusta esta mujer.

La cena del numeroso y selecto público, yo debía ser la excepción, estaba amenizada por un joven pianista que comenzaba a despuntar, pero que era ya todo un portento. Se trataba de Dick Hyman. Le conocía porque había recibido clases de mi buen amigo Tedy Wilson. Cuando Natalie y yo nos sentamos, Dick atacaba Plays I'm Going to See My Ma. Deleitó al público con una versión francamente excepcional. Lo mismo hizo con A Monday Date y Tea for Two.

Natalie me habló de lo que le parecía la película en la que iba a trabajar en el momento que el guión estuviese completado. “Debes darte prisa. La gente de esta productora es muy impaciente”, me dijo. En cuanto a los diálogos que yo había de escribir, opinaba que con frases exclamatorias de alegría y tristeza, algún diálogo grave, resignado; alguno desesperado y dramático, y para ella de mujer enamorada y resignada, “estaba hecho”. Después me ofreció una de sus sonrisas y yo me vi sentado delante de mi Imperial Standard escribiendo FIN en los diálogos.

Entre Martini y Martini, güisqui y güisqui, fuimos pasando el tiempo mientras hablábamos y hablábamos con las manos entrelazadas por encima del mantel. Poco a poco nos comenzó a entrar cierta impaciencia, ganas de romper las formas, asi que nos dimos cuenta que estábamos de más en el Astoria. Pagué la cuenta, que supuso aproximadamente todos los derechos de mis próximos cien libros, nos levantamos y salimos a la calle con destino a mi apartamento. Entre confidencia y confidencia y risas practicamos el sexo hasta que el sol nos comenzó a acariciar. Ninguno de los dos tenía prisa.  

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