Anoche
no aparecí por al Café Society. Estuve en el Waldorf-Astoria
donde había quedado con Natalie. Hacía mucho tiempo que no entraba
en este hotel. Sigue tan lujoso o más. Pensarán que soy un
engreído, pero les aseguro que no. No puedo decir que este hotel sea
mi lugar de peregrinaje, pero sí les aseguro que he pisado sus
alfombras en más de una y de dos ocasiones. No olviden que soy
escritor y cuando tenemos algún pequeño existo (siempre muy
pequeño), los que nos leen, gente pudiente por lo general, suele
invitarnos a estos lugares para vernos la jeta y que le firmemos el
libro: “Para
la Sra. George Washington Cavanaugh con sublime afecto y rendida
consideración de John
Nitram Ranet.
Y lo mismo o parecido para su amiga lady Peel.
Hace
un par de años, en el 45. No recuerdo el mes, y no creo que eso sea
importante, me invitaron a un acontecimiento en este hotel. Robert,
mi compañero de instituto, y ahora metido en negocios
cinematográficos, fue el que me mando por correo una invitación,
con una nota manuscrita en la que me recordaba (porque me conocía)
que debía presentarme elegantemente vestido. Así lo hice, y es que
ese día daba comienzo el rodaje de una película en la que trabajaba
Ginger Rogers, Rosemary DeCamp, Lana Turner y Phyllis Thaxter. Cuatro mujeres bellísimas. De los
interpretes masculinos, sinceramente, ni me molesté en saber quienes
eran. Hablaban de un tal Walter Pidgeon - al que no tenía el gusto-,
como galán.
Les
diré que si pudiera haber escogido entre alguna de esas cuatro
mujeres, sin duda esa sería Phyllis Thaxter: la joven celosa a punto
de casarse en el film.
La razón es que su belleza es natural y nada sofisticada ni
artificial. Tiene el mismo aspecto que cualquiera de las cientos de
mujeres con las que diariamente nos cruzamos o podemos encontrar en
la parada del ómnibus o en el Subway.
En
aquel momento la película no tenía título o si no era así, allí
nadie dijo nada. Le pregunte a Robert y como respuesta se encogió de
hombros. Ya no volví a preguntar. Tiempo después supe que le había
puesto de título Week-End
at the Waldorf.
Como ven un nombre bastante original.
La
gala fue magnífica. La verdad es que guardo un buen recuerdo de ese
día. Los camareros impecablemente vestidos -como siempre- iban
entre la selecta concurrencia ofreciendo champagne.
Yo,
la verdad es que no estaba habituado a tomar aquellas mariconadas.
Así que cogí del brazo a uno de los camareros que andaban por allí
y le dije que me trajera un boubon doble con tres cubitos de hielo, y
que no me movería de donde estaba hasta que no llegara con el
güisqui. El tipo debió ver la desesperación pintada en mi cara
porque sin decir una palabra se dirigió presuroso al office
y al momento salio con una bandeja en la que traía el jodido
bourbon con hielo. El servicio en este hotel es francamente bueno.
Natalie llegó puntual; venía preciosa. La sencillez de esta mujer en el
vestir y en todo lo demás es lo que cautiva a cualquier sujeto
ordinario, farandulero y bebedor como yo, aunque todas esas
cualidades las comparto con la de ser bastante educado y honrado con
las mujeres.
Nos
sentamos a cenar y como la noche sería larga y habría tiempo de
hablar de todo, le conté, ya que me había venido a la memoria, la
vez que fui invitado a este hotel para asistir a la presentación del
rodaje de la película Week-End
at the Waldorf.
La risa de Natalie era igual que comerse una milhoja: dulce y blanca.
Cómo me gusta esta mujer.
La
cena del numeroso y selecto público, yo debía ser la excepción,
estaba amenizada por un joven pianista que comenzaba a despuntar,
pero que era ya todo un portento. Se trataba de Dick Hyman. Le
conocía porque había recibido clases de mi buen amigo Tedy Wilson.
Cuando Natalie y yo nos sentamos, Dick atacaba
Plays
I'm Going to See My Ma.
Deleitó al público con una versión francamente excepcional.
Lo
mismo hizo con
A Monday Date y
Tea
for Two.
Natalie me habló de lo que le parecía la película en la que iba a trabajar
en el momento que el guión estuviese completado. “Debes darte
prisa. La gente de esta productora es muy impaciente”, me dijo. En
cuanto a los diálogos que yo había de escribir, opinaba que con
frases exclamatorias de alegría y tristeza, algún diálogo grave,
resignado; alguno desesperado y dramático, y para ella de mujer
enamorada y resignada, “estaba hecho”. Después me ofreció una
de sus sonrisas y yo me vi sentado delante de mi Imperial
Standard escribiendo
FIN
en los diálogos.
Entre Martini y Martini, güisqui y güisqui, fuimos pasando el tiempo
mientras hablábamos y hablábamos con las manos entrelazadas por
encima del mantel. Poco a poco nos comenzó a entrar cierta
impaciencia, ganas de romper las formas, asi que nos dimos cuenta que
estábamos de más en el Astoria. Pagué la cuenta, que supuso aproximadamente todos los derechos de mis próximos cien libros, nos
levantamos y salimos a la calle con destino a mi apartamento. Entre
confidencia y confidencia y risas practicamos el sexo hasta que el
sol nos comenzó a acariciar. Ninguno de los dos tenía prisa.